Habitualmente necesitamos volver la vista
al pasado para iluminar el presente (y poder así afrontar mejor el futuro). Miramos hacia
atrás tratando de buscar la perspectiva, de encontrar el sentido del lugar y el
tiempo en el que estamos; para saber hacia dónde vamos y a qué; para pensar
hacia dónde queremos dirigirnos. Pero no es tarea fácil. En ocasiones porque lo
hacemos buscando una justificación más que una respuesta. La memoria es siempre
selectiva y parcial. Pero no siempre se tiene razón por el hecho de haberla
tenido (ni seguramente entonces se tuvo solo por el simple hecho de ahora
tenerla). Y como enseñaba Todorov, es preciso distinguir entre la recuperación
del pasado y su utilización, el recuerdo del pasado y el papel que debe
desempeñar en el presente. En otros casos porque como la realidad es siempre
compleja, tratando de evitar eso que el mismo Todorov llamaba los abusos de la
memoria, acabamos confundiendo la objetividad con la neutralidad, la
ecuanimidad con la equidistancia, apelando a la idea, tan cierta y tan en boga
hoy en día, de que “todos tienen siempre algo de razón”, que en realidad es
tanto como no decir nada, o como pensar que un reloj parado funciona “algo” simplemente
porque acierta al dar las horas dos veces al día.
Por eso mismo, dadas esas dificultades,
se agradece el esfuerzo y el rigor de estudios que nos ayuden a hacer ese
ejercicio. Tal es el caso del libro recientemente publicado del periodista
Pedro Ontoso titulado Con la Biblia y la
Parabellum (Barcelona, Ediciones Península, 2019) y en el que aborda la
espinosa cuestión de la relación entre la Iglesia Católica y el terrorismo
etarra. Huyendo de la dominante tentación del relato justificatorio,
comprometido en la distancia, Ontoso reconstruye el papel que los católicos
jugaron tanto en la legitimación de la violencia como en los procesos de
pacificación.
Hay dos imágenes marineras que salpican
el libro y que son significativas de la historia que nos cuenta. La primera es la ciaboga, a saber, el viraje que hacen
las embarcaciones sirviéndose bien de los remos, o bien del timón y la máquina.
Ese giro, que sirve para describir los esfuerzos por revertir las posturas del
nacionalismo y el terrorismo vasco, también refleja los movimientos de la propia
comunidad católica y su historia de ambigüedades, dejación, complicidades,
connivencias e incluso colaboración con el nacionalismo y la violencia. Y la
soledad de las víctimas. La apuesta eclesial, en ocasiones implícita y en otras
explícita —por conveniencia, por convicciones o por cobardía—, “por un
determinado modelo de construcción política del país” contribuyó a la extensión
y a la legitimación de la violencia, “afectó a la pluralidad de la comunidad
eclesial y a la fuerza crítica de su mensaje evangélico”, y “fue desgastando su
capital ético y su credibilidad como referente moral, lo cual no impidió luego
su enorme aportación a la normalización de la convivencia”. La otra imagen es
la de la niebla para referirse a la
cultura del silencio que envolvió no solo a la comunidad eclesial, sino a una
parte importante de la sociedad vasca, y que impedía ver y reaccionar a la
gente contra la violencia e inicialmente incapacitó a los estamentos eclesiales
para articular un discurso institucional evangélico a favor de las víctimas.
Pero quizá entenderíamos mal la lección
de la historia si pensásemos en tales imágenes como fenómenos ambientales externos
que condicionan desde fuera nuestra actuación, pero sobre los que no tenemos
margen de maniobra. Una de las grandes “ventajas” latentes de eso que llamamos
pecado “estructural” es que acaba por eximirnos de toda responsabilidad
“personal”. Pero en realidad esa niebla no era —no es— una cuestión
estructural, sino profundamente personal. Ni estaba entonces ni está ahora
fuera de nosotros, sino en nuestra propia mirada.
Suele decirse que el gran pecado y reto
eclesial de nuestro tiempo no es el ateísmo, sino la idolatría. Que es también un
desafío para la propia Iglesia: No el de negar o prescindir de Dios, sino el de
distorsionarlo y sustituirlo por otros dioses. El nacionalismo —la construcción
y afirmación de la propia identidad a través de la diferencia y la exclusión
del otro— es una de las grandes idolatrías de la historia a la que, en muchos
casos, la comunidad católica ha sucumbido (y sigue sucumbiendo). Pero frente al
particularismo y el fanatismo nacionalista el mensaje evangélico es una apuesta
universal.
En la Carta
a Diogneto se dice que los cristianos en el mundo “habitan en
su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos,
pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para
ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña”. En cambio, cuando
es al revés una densa niebla todo lo confunde y oscurece. Ojalá una mirada sincera
al pasado, como la del libro de Ontoso, nos ayude a disipar la bruma y a
iluminar el presente, para seguir reorientando la barca en estos tiempos.
Aunque sea de noche. Nos va a seguir haciendo falta, en el País Vasco y fuera
de él.
Andrés García Inda