Qué sensación de quiero y no puedo, de debilidad práctica de nuestra democracia, de política adolescente, de pan y circo, de cohetes y poca chicha, de incidencia en el espectáculo por encima de todo… me ha dejado el debate televisivo y sus previos, sobre todo los previos, del debate electoral del pasado 5 de noviembre. Y digo los previos porque, los días anteriores al desencuentro de los candidatos en la tele, parecía que se nos venía encima un acontecimiento que nada tenía que ver con lo que debería ser un ejercicio natural y frecuente de las costumbres y métodos democráticos, aquí y en todas partes.
Más bien daba la impresión que se avecinaba el estreno de otra edición de El Circo del Sol – y pongo la comparación en un nivel artístico y de seriedad que quizás el espectáculo político no se merece – y que la tramoya era más importante que el hecho mismo del debate. Luego, la escasa altura intelectual mantenida en general sobre aquellos atriles la noche del 5 de noviembre vino a confirmar que, en efecto, allí lo importante era el celofán y no lo que había en la bandeja.
Estoy hablando, sobre todo, de la semanita en que cada dos por tres en los telediarios, o en otros programas, la televisión se dedicó con todo lujo de detalles a informarnos de los preparativos para el evento. Diseño de producción, metros cuadrados del plató, disposición de las luces, confección de decorados, ubicación de las cámaras, participación de sus profesionales, mobiliario, etc. En fin, que el escenario primaba, y estaba a punto de levantarse el telón para ofrecernos algo excepcional, lo nunca , o casi nunca, visto, el más difícil todavía, un debate político entre líderes, lo que debería ser una práctica normal democrática anunciada como si se tratara de la exhibición de la mujer con dos cabezas o el triple salto mortal de los monos trapecistas. La falta de costumbre, claro.
Recuerdo cuando de niño se
instalaban las ferias en un solar entonces existente entre la Gran Vía y el rio Huerva,
y yo acudía a la casa de mi tía que vivía en las casas de enfrente, y desde el
balcón asistía embelesado al alzamiento del Circo Amar de Paris. Se hinchaba la
lona, los hombres y mujeres del circo afanados en prepararlo todo, los
elefantes tiraban de los cables de aquellos grandes mástiles, se pintaban de
vivos colores las tapias del graderío, se probaban las luces… Los preparativos
eran todo un espectáculo ilusionante. La diferencia es que, cuando al cabo
empezaba la función, lo ofrecido en la pista no defraudaba. Lo verdaderamente serio acaecía allí ante mis
ojos. El montaje había sido parafernalia, pura publicidad, entretenida, sí,
pero los protagonistas no la necesitaban.
Viniendo al debate político. Algo falla, o falta, en la vida pública de este país cuando el diálogo y la confrontación entre sus líderes hay que anunciarlos como si se tratara de un circo. Lo dicho. Falta el hábito.
Luis Úrbez