Los lexicógrafos de los famosos diccionarios Collins redactaron hace un tiempo una lista de 102 neologismos que fueron sometidos a votación a través del diario The Times, con el objeto de buscar la palabra que definiera al siglo XX. La lista unía un neologismo a cada año de la pasada centuria. Los lectores acabaron eligiendo “televisión” como la palabra clave del siglo.
Los comentarios a dicha designación pueden ser varios. Desde el despectivo y rápido juicio de que los periódicos ya no saben qué inventar para mantenernos entretenidos, hasta el desgarro de vestiduras por parte de racionalistas bastante anticuados y oscuros profetas de apocalípsis culturales. No hay que sacar de quicio lo que no pasa de ser un leve intento de refrendo popular y muy limitado al cambio de vocabulario acaecido en los últimos años. Pero no por eso, el resultado de la votación impide un breve momento de reflexión.
La palabra “ganadora” competía con términos tales como ordenador, holocausto, velocidad, efecto mariposa, niño probeta, genocidio, biquini, microchip, globalización, minifalda o penicilina, entre otras muchas. Había en la lista abundancia obvia de términos técnicos o de hondo calado social. Y no incluía vocablos tales como liberación o revolución.
Y en medio de la avalacha histórica, científica, política,
tecnológica y comunicativa de cien años, los lectores de The Times se decantaron por la televisión como centro referencial
de toda una larga vida de conocimientos, de experiencias, de acontecimientos
trascendentes, de existencia agitada, sorprendente y emocionante de nuestro
planeta. Da que pensar.
Aunque la televisión sea un medio de información y de suministro cultural, hay que reconocer que para gran parte de la población hablar de la televisión es nombrarles su medio de entretenimiento más habitual. Para muchos decir televisión, es decir, zapatillas, sofá, cuarto de estar, relajación. Al seleccionar “televisión” como palabra clave del pasado siglo no se estaba haciendo quizás otra cosa que confirmar simultáneamente nuestro derecho al conocimiento y a la evasión.
Y no me parece mal. Bien mirado, el personal tiene un enorme sentido común. Tanta abstracción, tanta militancia disgredadora, tanto invento rentable, tanta moda efímera, tanto tecnicismo apabullante, llegan a cansar y la gente reclama sin gritos un ámbito de descanso, un escape merecido, un distanciamiento sabio. (Permítaseme este paréntesis para reconocer que el tipo de noticias de nuestros actuales telediarios pone absolutamente al día esta reclamación)
Paralelamente, cabe ilusionarse pensando que la elección sea también un intento inconfesado de dar título sublime al aparato más denostado de nuestro entorno, a la “caja tonta”, una especie de beatificación laica, el reconocimiento popular de aquellos servicios prestados, una reconciliación a título póstumo.
Luis Úrbez