El lunes 23 de abril celebramos el Día Internacional del Libro, una fecha propicia para recordar que el hábito lector debe perdurar, porque los libros siguen manteniendo una relación de cercanía cordial con nosotros, porque los libros tienen alma y la lectura, en el fondo, es un baño de intimidad al que no podemos renunciar.
De ahí que regalar un libro o prestarlo sea un auténtico compromiso, porque algo de nosotros se va hacia el otro, o se le desvela, con el presente o en el préstamo. Se puede errar obsequiando un objeto no deseado, pero no acertar con el libro debido es algo que humilla enormemente nuestra sensibilidad y pone en entredicho la transparencia de nuestra relación. Y justo es admitir que la devolución de un libro prestado se celebra tanto como la vuelta de un hijo pródigo, y que nos sentimos heridos cuando retorna en mal estado un libro que entregamos sano y entero. Estamos, claro está, hablando del libro como libro, un ser vivo con nombre y edad, y no como objeto decorativo, signo de solvencia económica, o enmascarador de una erudición no poseída.
La lectura no es una operación mecánica ni una simple distracción. Es un acto efusivo y curioso, a partes iguales, que requiere una especial predisposición. Leer es una vivencia que nos identifica con otra experiencia ajena, una especie de transmisión testamentaria, un antídoto contra el aislamiento y la soberbia propios. El encuentro con el libro es una asombrosa confrontación con otras vidas y sentimientos, épocas, personalidades, situaciones y saberes, en los que, leyendo a los otros, nos vivimos a nosotros mismos. Hay gentes para las que leer es una aventura y a las que la lectura transfigura, como a Alonso Quijano, aunque a los demás parezca que ha secado el seso. Nos creamos leyendo.
Como es sabido la palabra “libro” es de origen vegetal, se refiere a la fibra interior de algunas plantas o a la capa fibrosa que se encuentra en la corteza de los árboles. El libro ha de ver con la vida y su preservación. Sin el libro la vida, la cultura, en definitiva, se desvanecería, y, en puro rigor etimológico, se desencuadernaría. En los libros viven palabras que se escriben siempre para alguien, aun cuando el destinatario sea sólo el propio autor, y, una vez escrito, el libro emprende su andadura reclamando su lectura para no morir. El libro no son las palabras que en él quedan escritas sino la vida que en el escrito alienta.
Lo primero que reclama el libro del lector es atención y silencio, intimidad. Por eso, la parte despótica de la llamada civilización audiovisual vaticina su desaparición, porque el libro es una exigencia de paz y recogimiento que no consiente la nueva cultura del impacto y el desasosiego. El libro sale a tu encuentro con la túnica de su humildad y se comunica en soledad. Y, frente a la vulgarización colectiva reinante, se ofrece al lector en personalísima petición de una respuesta individual. El libro actúa de tú a tú. ¿Podremos decir lo mismo mañana de una película o de un archivo de ordenador?.- L. Úrbez