La resaca es parte de la tormenta —o de la fiesta—, del mismo modo que la digestión es una fase de la nutrición. Cada acontecimiento y su celebración, cuando lo es realmente, lleva consigo la satisfacción y el duelo. Parte de esa resaca, tal vez, es imaginar o desear una nueva ocasión, o un nuevo encuentro, con el alivio inevitable que supone el desgaste por todo lo vivido. Toda experiencia de pasión contiene su propia detumescencia.
Cuando lo que ya sucedió aún no ha terminado es cuando se percibe el tiempo nuevo. Todo es distinto aunque nada haya cambiado. Como en el poema de Jiménez Lozano: “Amanecer de pascua, / las Tres Marías en lo alto, relucientes. / ¿Ha sucedido algo?”. Como quien sigue en el sueño después de haberse despertado, entre el sueño y la vigilia. Ahí donde uno parece encontrarse en una frase inconclusa, un anacoluto sin signos de puntuación, una interrogación abierta, que nos pregunta: ¿qué ha ocurrido realmente?¿qué ha pasado?
Entre los personajes de la Pasión, hay uno ciertamente oscuro y enigmático. Lo cuenta el evangelio de Marcos: cuando están deteniendo a Jesús en Getsemaní, entre quienes lo abandonaron y huyeron se dice que estaba también “un muchacho envuelto en una sábana, al que echaron mano; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo” (Mc 14,51-52). La exégesis bíblica no acierta a comprender quién es ese joven y qué hace ahí. Por el texto parece ser alguien de condición distinguida, pero no se sabe muy bien a quién se refiere y por qué. Para unos es el apóstol Juan, para otros Santiago, para otros Marcos… Hay quienes también ven en la figura una referencia simbólica al mismo Jesús, quien, una vez prisionero, deja en manos su vida mortal (la sábana) y sigue libre y vivo (huyó desnudo).
En cualquier caso, la escena resulta tremendamente onírica, y es fácil imaginarse en ella, como en esas pesadillas en las que nos hallamos desnudos o mal vestidos ante extraños, y así nos vemos obligados a huir permanentemente, sin llegar a algún destino, experimentando la vergüenza de la propia desnudez. Como un recordatorio permanente de la conciencia y la expulsión del Paraíso (Gen 3,7-11). Freud, como era de esperar, veía en esos sueños la evocación de la más temprana infancia, de esa época en la que fuimos vistos desnudos por los demás sin que ello nos causara vergüenza alguna, y de los “deseos ilícitos sacrificados a la represión”.
En sus Figuras de la Pasión del Señor, el escritor Gabriel Miró imaginaba que este muchacho que huye desnudo en el Huerto de los Olivos es “el joven rico” al que Jesús “miró con cariño” y a quien el Nazareno propuso dejarlo todo y seguirle (Mc 10, 17-22). El evangelio cuenta que, en respuesta a la propuesta de Jesús, el joven “frunció el ceño y se marchó entristecido, pues tenía muchas posesiones”. En el relato de Miró, desde ese encuentro en Jericó, el joven habría vivido en una permanente confusión, queriendo seguir a Jesús, pero sin acabar de desprenderse, buscando o espiando secretamente su camino hasta acercarse a Getsemaní en la noche del prendimiento, donde a punto estaría de ser detenido, y donde Jesús le habría mirado nuevamente, como hizo en Jericó. Elifeleth —así le llama Gabriel Miró en sus Figuras— quizás de quien huía realmente no era de los soldados que prendían a Jesús, sino más bien de esa mirada del Señor, “¡…porque yo quiero ser dichoso, y el Rábbi, el Rábbi me miraba como si no pudiera serlo nunca!”. Con la locura que da la plena lucidez. Porque aunque siguiera todo igual, ya nada volvería a ser lo mismo.
Andrés García Inda