Oh, capitán! mi capitán!

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Oh, capitán! mi capitán!

(Una reflexión sobre la educación en la sociedad posmoderna)
Escribe el profesor, poeta y columnista Enrique García-Máiquez en uno de sus aforismos (El vaso medio lleno): «El gran problema de la sociedad es la educación. El gran problema de la educación es la sociedad«. Ciertamente. En nuestro tiempo cualquier fenómeno o preocupación social es un asunto educativo. No hay nada (desde la violencia y la guerra al medio ambiente y la economía, pasando por la alimentación y la salud, la seguridad vial, etc.) que una escuela no pueda y no «deba» abordar explícitamente; y contribuir a resolver, claro. En cuanto surge un problema, sacamos el «comodín educativo». Como si fuera una navaja multiusos o el bálsamo de Fierabrás, la educación constituye la solución para todas nuestras inquietudes (o tiene la culpa de todos nuestros males). Y seguramente esa concepción de la educación es la mejor muestra de que en realidad no sabemos lo que queremos de ella, que es en sí misma una cuestión sin resolver por la propia sociedad, (por lo menos si hablamos de la educación de un modo concreto, para referirnos al sistema educativo: «conjunto de Administraciones educativas, profesionales de la educación y otros agentes, públicos y privados, que desarrollan funciones de regulación, de financiación o de prestación de servicios para el ejercicio del derecho a la educación en España», tal como lo define la ley). ¿Para qué queremos entonces colegios, escuelas e institutos? ¿para qué educamos? ¿y para qué deberíamos hacerlo? Subrayemos el sentido de la pregunta: no por qué, sino para qué.
Esa cuestión dio título al segundo de los debates promovidos en el Centro Pignatelli desde el Foro «Baltasar Gracián«, a finales de enero, y en el que participaron el filósofo Gregorio Luri y el profesor y escritor Jorge Sanz, moderados por la profesora María Martínez (véase una pequeña reseña del acto aquí). En el coloquio surgieron muchas ideas, y muy fecundas (véase un comentario aquí), aunque en mi opinión no quedó tan clara la respuesta que podríamos dar a la pregunta inicial, o las diferencias al respecto, y la conversación se orientó enseguida hacia el cómo (en lo que los intervinientes seguramente estaban más de acuerdo). Solo al final, concluido el turno de preguntas e intervenciones del público, como un apéndice casi olvidado, Gregorio Luri reintrodujo la cuestión de la dimensión política de la educación a propósito de los resultados que el informe Pisa ofrece en Aragón y en España. Vistos tales resultados, ¿para qué queremos realmente la educación?
Habitualmente la respuesta a esa pregunta suele quedar sepultada bajo un aluvión de buenos deseos que las leyes educativas se encargan de amontonar, y que en los últimos años hemos englobado políticamente bajo el título inapelable de la inclusión. Las ventajas de ese término —como de otros similares— es que su apariencia moral y científico-técnica impide percibir su demoledora carga ideológica. Porque ¿quién puede estar en contra de la inclusión? Nadie, por supuesto, y mucho menos si se entiende como una apuesta frente a la exclusión (económica, social, cultural…) y para favorecer el desarrollo personal y la integración social de cada alumno, algo en lo que todos vamos a estar de acuerdo, ¿no? Pero lo cierto es que esa bandera de la inclusividad no solo sirve para envolver muchas otras cosas —de hecho, es uno de esos abracadabras o términos mágicos que hay que espolvorear en el texto a la hora de presentar cualquier proyecto, del tipo que sea (de investigación, de intervención social, educativo, etc.)— sino que puede favorecer el efecto contrario al aparentemente perseguido. Algo de eso tal vez esté ocurriendo con el alumnado más excluido socialmente, al que aparentemente se integra en una escuela presuntamente «inclusiva» (sin horarios ni materias, sin calificaciones, sin suspensos, sin deberes…) de la que sale sin las herramientas necesarias para su desarrollo personal y su efectiva promoción social. Porque ¿qué es en realidad lo que propone o a lo que aspira esa inclusividad general e indiferenciada? A todo. Como la navaja multiusos, pero más allá. «Inclusivo», como dice alguna filósofa, es el adjetivo preferido de la mentalidad posmoderna que aspira a abolir cualquier distinción, incluida de modo ineludible la diferencia entre el saber y la ignorancia, entre la verdad y la mentira o entre la «buena» y la «mala» educación. En nuestro afán por abarcar y decir «sí» a todo renunciamos a aprender a decir «no», olvidando que como decía el poeta es ahí —en la sílaba del «no»— donde radica el principio de la ética. El objetivo de la educación se convierte entonces inevitablemente, y como por arte de birlibirloque, en la disolución de la educación misma. Su fin es su final (y viceversa).
De la educación podría así afirmarse lo que el jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde decía del Estado liberal, la conocida como «paradoja» de Böckenförde: El Estado liberal secularizado, decía el constitucionalista alemán, vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar. En su afán de (presunta) neutralidad, el Estado renuncia a defender aquellos fundamentos morales (e incluso teológicos) sobre los que él mismo se asienta (lo que lo abocaría inevitablemente a su desaparición). Algo así podríamos pensar que sucede con la educación en la sociedad posmoderna y tal vez una referencia cinematográfica serviría para ilustrarlo: la película El club de los poetas muertos, dirigida por Peter Weir. Confieso que cuando se estrenó la película en España, allá a finales de 1989, yo también salí conmovido y entusiasmado de la sala de cine con el profesor John Keating, que interpretaba magistralmente (nunca mejor dicho) el actor Robin Williams. Tardaría algunos años más en cuestionarme hasta que punto el relato de la película podía encerrar en el fondo una trampa. O una paradoja. Porque si Keating puede trabajar como lo hace con sus alumnos, subirse a la mesa y proponerles que olviden la sintaxis y que no sigan las reglas, es porque existe la escuela Welton, con su cultura, su sintaxis y sus reglas. ¿Vive Keating de los presupuestos de una escuela y una sociedad que no solo no puede —o simplemente no quiere— garantizar, sino que incluso contribuye a destruir? ¿para qué educamos, entonces, o para qué lo haremos, cuando esa sociedad y esa escuela haya finalmente desaparecido?

Andrés García Inda

 

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