Quizás soy un antiguo, pero me preocupa el cambio de aulas que está experimentado en los últimos tiempos el recorrido que capacita para ser actor o cantante, para ser artista, en definitiva.
El deslumbrante universo mediático está sustituyendo al mundo académico tradicional, y las nuevas generaciones, capaces de valorar como nadie el poder de un curriculum audiovisual, porque se han criado a los pechos de la nueva civilización, estiman que un minuto de televisión vale mil veces más, es más rentable, que matricularse en la escuela de arte dramático o en un curso de conservatorio. El mejor expediente es ser conocido, en otras palabras, la fama. La experiencia y sabiduría que encierra el aula se suple con la del simpático colega de pantalla que, muy a menudo, se ha educado, o ha salido adelante, en aquella misma cátedra Y, desde el comienzo, la competitividad más leonina, bajo capa de camaradería y buen rollo, suple al esfuerzo y a la evaluación constantes.
Todos los caminos llevan al escenario, y hemos tenido excelentes artistas procedentes del amateurismo. Pero no se puede banalizar el proceso educativo. La mayoría de ellos arribaron paso a paso, aprendiendo cada día y durante mucho tiempo, al prestigio del que gozaron. La fama vino luego, como consecuencia. Y no al revés. El problema es fundamentalmente ese.
No son éstas ínfulas de viejo profesor que aprecia la escuela como lugar exclusivo para la adquisición de los conocimientos que sirven. Sería una reducción cegata a la cultura real y a la vida misma. Simplemente decimos que llegar no es lo más importante, sino prepararse, saber estar, permanecer y valer. El éxito efímro que proporciona un concurso televisivo o la participación en un serial de moda no es garantía de un futuro profesional creíble, porque, cualidades personales innegables al margen, se sustenta más que nada en la precariedad espectacular y en los gustos del momento. El boletín de notas que proporciona la fama televisiva puede ser engañoso e insuficiente, Y, si no, al tiempo.- L. Úrbez