El Dios que celebramos en la Nochebuena es un Dios desconocido, un Dios al que no estamos acostumbrados, que nos desconcierta. Le adoramos como el Niño que nace, y es Dios porque no puede hacer nada más que entregarse…Dios es amor y nada más que amor. Dios se entrega y no puede hacer otra cosa que entregarse. Nacer en un portal y ser recostado en un pesebre. “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesús Mesías que, aunque era rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9).
Ser Dios ya no significa dominar o disponer del poder de aplastar a los otros, ser Dios significa entregarse sin medida, despojarse eternamente. Gracias a que Dios no se guarda nada, a que es todo amor, a que sólo respira generosidad, se hace uno de nosotros en una llamada infinita al amor.
Dios se despega de sí mismo, porque no tiene ningún apego a sí mismo, ninguna ambición, y su mirada en él es una relación con nosotros: por eso se revela como Emmanuel: ¡Dios con nosotros! ¡Qué inmenso alivio supone descubrir que Dios no puede amarse a sí mismo, porque en él todo es desapropiación, porque Dios es infinitamente libre de sí mismo!
Otro Dios, otra imagen de Dios, ésa es la perla de la Navidad, ¡la perla del Reinado de Dios! La Navidad nos abre el corazón de Dios. Nos muestra que Dios no es alguien que se admira, se celebra, se inciensa y se ama. Porque en Él la vida brota como una comunicación entre tres focos de amor (Padre, Hijo y Espíritu) en la que toda la vida se renueva a través de una entrega inagotable a la humanidad.
La Navidad significa que Dios no es alguien que gira en torno de sí mismo, sino al contrario: Alguien que se entrega. Eso significa que Dios es una comunión, una respiración de amor, un despojarse, una infancia eterna, un nacimiento repetido e inagotable, una novedad que brota sin cesar y, sobre todo, una pobreza infranqueable.
La Navidad nos hace creer en la fragilidad de Dios porque, si bien no hay nada más fuerte que el amor, tampoco hay nada tan frágil. Dios es frágil: ese es el dato más conmovedor, el más estremecedor, el más nuevo y esencial del Evangelio: un Dios frágil, un niño casi denudo, como en la cruz. Adorar la fragilidad de Dios y besar ese cuerpo pequeño entregado a nuestras manos, un Dios frágil confiado a nuestra conciencia.
Sin celebrar el misterio de la Navidad sentimos la tentación de defender nuestra inviolabilidad como propiedad nuestra, de crisparnos y excluir todo lo que nos sea esta afirmación inútil de querer ser el centro. A través del misterio de la encarnación de Dios, llegamos a comprender que se nos ofrece convertir todo nuestro ser en una ofrenda, no sentirnos condenados a padecer nuestra existencia, sino a despojarnos de ella comunicándola a los demás.
Por eso la Navidad no es sólo la encarnación de la Pobreza divina, sino la fiesta de los pobres y marginados de esta nuestra tierra. Dios no puede actuar en este mundo roto, en esta nuestra casa común de desigualdad y falta de reconciliación, sino convirtiéndose en un anuncio de liberación para los empobrecidos. En Jesús, en su existencia y su predicación, nosotros lo reconocemos como los pastores: “No temáis, os doy una buena noticia, una grande alegría para todo el pueblo: Hoy en la ciudad de David os ha nacido el Salvador, ¡el Mesías, en Señor!” (Lc2,11). Y lo reconocemos en nuestro interior, en la medida en que quedamos liberados de nuestra ceguera: la señal que el ángel les da es muy clara: “encontraréis a un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre” (Lc2, 12).
La condición humana de Jesús, creada en el seno de María, es la presencia misma del Verbo, en virtud de la cual la Pobreza divina en persona va a ser comunicada a la humanidad de Jesús. Ya no se trata de configurarnos con una norma exterior, sino de proteger a Alguien, Alguien que está dentro de nosotros. A alguien que es la misma Vida divina confiada a nuestro amor.
Navidad nos revela una teología de la Pobreza divina que identifica la grandeza con la generosidad y la verdadera libertad con la evacuación de nuestro yo. Dios naciendo en un establo de una Virgen es frágil y está desarmado, hasta tal punto que nos corresponde a nosotros protegerle de nosotros mismos. Dios es tan frágil en nosotros, que, si no le ofrecemos nuestra fidelidad, nuestra adoración en este mismo momento, corre el riesgo de estar en nosotros como inexistente. Y si esto es verdad, no somos nosotros, es Dios quien tiene que ser salvado.
Es preciso salvar a Dios de nosotros mismos. Este es el misterio de la Navidad.
Xavier Quinzà, SJ