Una cosa es dimitir de un cargo o responsabilidad por procesamiento judicial, por condena, o por conocimiento público de una conducta reprochable, y otra muy distinta hacerlo por ética personal. En el segundo caso la dignidad va por delante, mientras que en el primero esta brilla por su ausencia y tiene mucho que ver con la evitación de penas, represalias y bochornos.
Repasando la historia reciente de dimisiones sonadas que en este país han tenido lugar en casi todos los campos de la vida pública – dejémoslo ahí para acotar en lo posible un territorio vastísimo –, tiene uno la sensación de que eso que llamamos “dignidad personal” no es precisamente un valor en alza. Más bien todo lo contrario. Aquí la gente dimite cuando la pillan. Dicho de otra manera, lo suelen hacer obligados, tarde, a regañadientes, y cubiertos ya de fango.
La dignidad es algo previo que se tiene o no se tiene antes de acceder a un puesto relevante. Sentarse en el sillón – ustedes me entienden – no hace a nadie más honorífico en lo personal por razón de su nueva “responsabilidad”. Ahí está el detalle. La dignidad, que llegado al cargo, tendría que ver con la responsabilidad y la ejemplaridad consiguientes, no es una chaqueta que se coloca o se quita a tenor del escalafón.
Claro que todos tenemos dignidad. Faltaría más. La misma Declaración Universal de los Derechos Humanos invoca en su Preámbulo la dignidad intrínseca de todos los miembros de la familia humana. El problema es la escala de valores en la que se mueve la dignidad de cada cual: si la creemos básica y fundante de nuestro propio aprecio como indivíduos racionales, y compañera inseparable de nuestra conducta, o si la consideramos como simple y deseado producto del reconocimiento ajeno y fruto beneficioso de privilegios exclusivos. Lo que a veces pasa con el caldo. Confunden la sustancia con los perejiles.
Luis Úrbez