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La vacuna

En medio de todas las desesperanzas que nos ha traído la pandemia, ahora todos estamos pendientes de esa pequeña esperanza que nos da la vacuna. No es poco. Pero no es “lo último”… Cuando atravesamos los peores momentos de la pandemia y estuvimos encerrados en casa, todos nos volcamos sobre el ordenador, el móvil, la videollamada, los contactos vía Skype, zoom, y sobre todo el WhatsApp … Fue, en parte, nuestra salvación. Pero, a pesar de todo, necesitábamos salir a la ventana todos los días a las ocho, no solo para aplaudir, sino para vernos y ver que estábamos vivos… Los colegios se pusieron inmediatamente las pilas, lo mismo que las empresas, e inventamos en el teletrabajo y la telescuela… Pero todos sabemos que esto no era suficiente. Lo presencial es imprescindible: ¡seguimos siendo seres humanos! Y los seres humanos necesitamos tocarnos, vernos cara a cara, cogernos de la mano, besarnos, abrazarnos, sentirnos físicamente cerca, vernos sonreír o llorar… ¡No somos de piedra! ¡No somos robots! Por mucho que el día de mañana nuestro cuerpo pueda llegar a ser el conjunto de una serie de máquinas perfectas trasplantadas, sabemos que solo seremos “humanoides”, pero no seres humanos. La mayor ilusión de Pinocho fue la ser de un niño de verdad y no un muñeco de madera, por muy perfecto que fuera. Nunca la suma de elementos podrán transformarse en vida, porque la vida es, sobre todo, carne.
Por eso, aunque la vacuna pueda llegar a ser una maravilla biológica, y llegue a salvarnos de la enfermedad y la muerte, ella no es la última palabra. Tendremos todavía pendiente la asignatura de ser seres humanos. Y eso no se fabrica en un laboratorio. Pendientes permanentemente de la ciencia y de la técnica, nunca dejaremos de ser los seres vulnerables que somos porque la vulnerabilidad constituye nuestra esencia. ¡Qué terrible sería un día en que no pudiéramos ya llorar…! 
La única vacuna verdadera es aprender a encontrarnos unos con otros y reconocernos como seres humanos heridos y vulnerables, necesitados de afecto, de cariño y de cuidados. Sin esa base fundamental y necesaria, todo se reduce a conseguir un perfecto funcionamiento de la máquina biológica que somos: “res extensa”, decía Descartes. Pero lo contrario de la “res extensa” no es la “res cogitans” -el “ser racional” aristotélico- sino ese ser con corazón cuyas razones la razón no conoce: el ser concreto donde todos podemos encontrarnos cuando nos reconocemos en un rostro querido, en una casa amiga, en un corro de personas capaces de reír, de cantar y llorar juntos. 
En definitiva, lo que todos deseamos, no es conseguir una vacuna -ese es el medio que necesitamos- sino conseguir una humanidad. Por no citar al papa Francisco -no sea que lo estropeemos a base de citarlo, como tantas palabras- me suena bien lo que decía en El País, hace unos días (24 de diciembre), el filósofo Luciano Floridi: «El crecimiento económico no es el desarrollo humano, que debe guiarlo. Para ello debemos cambiar tanto el capitalismo -que debe pasar del consumo al cuidado del mundo y de la humanidad- como la política, que debe pasar del interés individualista a la participación colectiva y a la esperanza común, a través de la “caridad política”». Y en esto Floridi se acerca, y lo hace con gusto, a la tesis del papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti.
Si el futuro puede y debe ser posible, es necesario, en todos nosotros, un cambio esencial de “paradigma humano”, cuya base no sea el desarrollo económico sino el cuidado del Bien Común, el bienestar “social”, desde la convicción de que, antes que Prometeo, somos un conjunto histórico de seres humanos “heridos” por naturaleza, necesitados los unos de los otros, empezando por los últimos, y que, por tanto, el “nosotros” comunitario y colectivo es previo y condicionante del bien individual. Esto debe asumirse por todos a nivel individual, familiar y social, y debe ser la base del quehacer político, por encima de otras consideraciones que deben supeditarse a ello, recuperando el sentido verdadero del quehacer político. La “cultura de la ternura” es, hoy por hoy, la posible revolución cultural que necesita nuestro tiempo.

José Luis Saborido Cursach

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