Poder decir las palabras que uno siente, con libertad y sin miedos, es una aspiración de todo ser humano. Lo es también de todas las personas que, por su orientación sexual, han sido discriminadas, marginadas y despreciadas en nuestra sociedad durante tanto tiempo, y siguen siéndolo todavía, aquí y en muchos países, incluso con penas de cárcel o muerte.
El “día del orgullo gay” es un día de reivindicación de esta libertad y reconocimiento respetuoso. Las leyes actuales de nuestro país han dado muchos pasos para ese reconocimiento. También incluso la Iglesia católica, aunque no todos sus miembros. Pero, a pesar de ello, todavía está lejos de ser una realidad social en la vida de cada día, en el roce diario, en la calle o en la familia. Su manifestación pública –en “día del orgullo gay”- es un derecho de la libertad de expresión, es una manifestación alegre, colorista y espectacular, que puede o no herir la sensibilidad de determinadas personas. Aun respetándola, no creo que sea verdaderamente representativa de todas las personas homosexuales, tal como yo las conozco, sino sólo de un modo muy concreto de serlo. No hay que confundir la homosexualidad con el afeminamiento o la masculinización en las formas, tan presente en estas manifestaciones. Hay muchos más homosexuales –ellos y ellas- cuya tendencia sexual, sin negarla unas veces y ocultándola otras, no hacen alarde de ello y viven su realidad callada y discretamente en su vida diaria. Yo quisiera partir una lanza hoy en su nombre por su silencio, una lanza porque muchos de ellos son amigos míos y conozco sus alegrías, pero también sus penas.
No es fácil para nadie hoy en día ser gay, porque ser “distinto” en ese campo afecta directamente al sentimiento de autoestima, a la relación afectiva con los demás, a la realización personal como persona. Son muchos los obstáculos, personales y sociales, para poder ser uno mismo en libertad. Son muchos los silencios, las humillaciones, las miradas, los comentarios a la espalda que tienen que superar para verse a sí mismos como socialmente aceptables y aceptables para sí mismos.
Pero me preocupa y me duele, sobre todo, la situación de los niños y niñas homosexuales o transexuales, de los que apenas se habla. ¿Quién les ayuda en su proceso personal para aprender a quererse y a sentirse persona? ¿Sus padres, sus educadores, sus profesores, sus catequistas, sus compañeros y compañeras? ¿Quién les atiende en el colegio, en los grupos, en su pandilla de amigos y amigas? ¿Los entienden sus padres, sus abuelos, sus tíos o tías? ¿Cómo es el crecimiento como persona de un niño o niña, de un o una adolescente homosexual que comienza a descubrir sus atracciones y sentimientos? ¿A quién acudirán, entre su vergüenza, su culpabilidad, su extrañeza, su enorme dificultad para crecer?
Nadie es culpable de nacer como se ha nacido. Pero nadie crece solo en la vida. Y todos necesitamos ser amados. Todos somos responsables de su amor. Todos somos educadores.
José Luis Saborido Cursach, S.J.