La purificación de la mirada es siempre fruto de la recta intención, es decir: del buen corazón que saborea y elige lo bueno. En la antropología del pueblo de la Biblia los ojos y el corazón siempre están conectados. De modo que se nos va la mirada allá donde nuestro corazón se siente atraído. Y también al revés: si dejamos de mirar al otro con esa mirada torva, tal y como lo denunciaba Nietzsche, y le ofrecemos una mirada franca y acogedora, nuestro corazón se recupera y se refresca.
¿Qué es lo que más nos impide la armonía vital e incluso la combate con ferocidad inusitada? En primer lugar, los ruidos: a veces podemos pensar que no nos entendemos porque nuestros mensajes son oscuros, o porque los dos que se comunican o no quieren, o no saben hacerlo. En uno o en otro caso no caemos en la cuenta de que el problema puede estar en los ruidos del canal, es decir: en el clima en donde se produce la incomunicación. Los ruidos no siempre son fruto del desorden amoroso; a veces pueden ser señales de alarma que nos sugieren que algo debe cambiar. En ese caso deberíamos conectar con ellos para lograr una armonía nueva y mejor para nuestra vida.
Pero otras veces, no conectamos con los demás, con la vida, porque no hemos conseguido hacer el necesario silencio interior que necesitamos. El silencio interior, no es la ausencia de palabras, sino su cuna esencial, la matriz en donde se gestan los sentidos de lo que vivimos y somos. Sin ese espacio de reposo, de paz honda, de soledad sonora, no es posible lograr nunca la tan ansiada armonía de nuestra mirada. Las cosas que vivimos son como cometas que tienen que recorrer el cielo nocturno, ese espacio vacío de nuestro interior: vacío, no es decir sin nada, sino sereno, con las cosas en su lugar, no danzando de acá para allá en un movimiento frenético.
El segundo obstáculo para la armonía interior son los desajustes entre las diversas facultades de nuestra alma. Ya decía Antonio Tabuchi en su espléndido libro Sostiene Pereira, que dentro de uno mismo estamos habitados por varias almas a la vez; y que muchas veces las vivimos en una incesante pelea entre sí. El alma sosegada, con la que nos tropezamos al volver la vista para dentro, en cualquier circunstancia del día, se nos puede estar quejando de falta de reposo, de ir de un sitio al otro sin tino y como neuróticos. Pero, a la vez, el alma apetitiva, que siempre está saltando sobre su propio deseo insatisfecho, nos urge a vivir persiguiendo un sueño ideal y rompiendo los límites de lo posible.
El alma que razona y analiza, la que nos lleva a desplegar el rompecabezas de los problemas y a buscar la lógica como el normal camino para nuestros actos, tiene un contencioso abierto con el alma pasional, la que no atiende a razones y vibra con el fuego de la siempre imposible fusión amorosa. En ese combate entre alma y alma nos desgastamos de muchas formas y perdemos la ansiada armonía de la mirada quieta, centrada en el remanso del hondón más claro de nuestro ser.
Frente a estos factores que militan contra la armonía interior deberemos explorar los que la favorecen, Creo que se podrían diseñar en dos capítulos: el secreto y la polifonía interior. En medio de la marea de exhibicionismo de la intimidad que nos anega, nos parece urgente recuperar la protección de la intimidad. Un cultivo del desarrollo personal demasiado volcado a la exposición pública de lo más íntimo, se puede ver empujado a la manipulación y provocar sujetos que trafican con los sentimientos y manipulan con lo más sagrado del ámbito del corazón. El ámbito de lo íntimo deberá ser más protegido y cultivado.
El otro polo de crecimiento en la armonía interior es comprender que la verdad del corazón siempre es sinfónica, no monocorde; y que las diversas voces, como parcialidades incompletas, tienen un lugar en el conjunto de los instrumentos de nuestra interioridad. La realidad del corazón es muy compleja y querer simplificarla y uniformarla en exceso siempre será caer en una falaz tentación.
Una mirada más armónica sobre la vida es siempre un ejercicio de polifonía interior. La verdad de cada uno no es reducible a una verdad universal. Nunca lo ha sido y nunca lo podrá ser. Somos seres originales, y pese a las similitudes de condición y de destino, recorremos un camino virgen en cada ocasión para nuestra vida. Recordar que el alma es un principio propio y original, un sello de Dios en nuestra frágil arcilla, nos puede ayudar a rescatar la promesa de una originalidad que nos hace seres adultos y únicos responsables de nuestro crecimiento.
Xavier Quinzà Lleó, SJ