Sabido es que con la multiplicación de los canales de televisión en un país acontece igual que con la proliferación de los partidos políticos; aunque se aumente el abanico de partidos políticos, el número de votantes sigue siendo el mismo, y se emprende así una batalla campal por la conquista del voto del vecino. De modo análogo la oferta televisiva ha aumentado en España de manera evidente, mientras permanece más o menos estable el número de consumidores. Por eso resulta iluso pensar que la competencia pura y dura, la llamada “guerra” por captar audiencias, no sea actualmente un protagonista principal del fenómeno comunicacional televisivo.
Con una sinceridad apabullante contestaba ya hace tiempo el director de una importante cadena de televisión privada a su entrevistador: “Voy a decir una cosa que es de perogrullo. Nosotros hacemos televisión para vender publicidad; no vendemos publicidad para hacer televisión. Si hacemos bien nuestro trabajo, seremos un buen vehículo comercial para los anunciantes, y eso hará que este canal sea rentable, y esa es nuestra línea”. Su línea…es decir, su política de programación.
A nadie se le escapa que la publicidad directa y el patrocinio, junto con la venta de sus propias producciones, juegan un papel decisivo en la financiación de las empresas de televisión. La vida de una obra de comunicación depende en gran parte, por no decir del todo, del número de espectadores que consigue cautivar. Vivimos la tiranía de las cifras. El mercado fija los criterios de evaluación de las representaciones sensibles. Lo que no vende, ni sirve, ni está bien.
Puestas así las cosas – situación que al lector no le resulta nada novedosa – corremos el serio peligro de hacer de la comunicación una especie de simulacro cultural en el que lo importante no es la transmisión e intercambio de ideas, sentimientos, experiencias y oportunidades de ocio restaurador, sino la capacidad de seducir al mayor número posible de público. Se crea para seducir audiencias. Y los recursos seductores de la pequeña pantalla suelen buscar amparo, su eficacia, en la gratificación inmediata, en la apariencia de novedades, en la mutación espectacular de la realidad, en la promesa de lo prohibido, en la libre circulación de intimidades, en la renuncia a la complejidad, o en la simple caricia estética. En tiempos pasados, cuando el número de emisoras de televisión era menor, había que intentar también “molestar” a los menos posibles. La proliferación actual de canales surgida a menudo con intenciones ideológicas claras, reconduce el intento a no molestar a los nuestros y vapulear a los otros. En fin, sus estrategias son conocidas y no vamos a enumerarlas aquí.
Esta irrupción de los intereses del mercado en la política de programación del medio, alcanza de igual manera no ya al fondo sino al modo de comunicar, de contar, de narrar del mismo. Me refiero a la “serialidad” como forma casi constante de presentar y estructurar los relatos, la hegemónica presencia de la programación seriada y de los productos en serie. (Me viene a la memoria aquel desliz que le cuelgan a un distribuidor cinematográfico norteamericano que, cuando le ofrecieron distribuir en su zona el film “Ricardo III”, respondió que no le parecía conveniente porque allí no habían visto todavía “Ricardo I”, ni “Ricardo II”). La serialidad busca una audiencia fiel, o cautiva, sueña con un noviazgo duradero con los consumidores. (Los novios suelen ser personas que se afanan en encontrarse todos los días, en el mismo sitio, y a la misma hora).
No seré yo quien introduzca en el mismo saco el valor artístico y cultural de todas las llamadas “series”. Las hay de una categoría dramática, cultural y audiovisual muy notables. Sin olvidar tampoco que su oferta en las plataformas televisivas ayuda a esquivar la publicidad. Mi comentario alude a ese mercado extendidísimo de producciones con vistas a la serialidad que convierten al creativo en una especie de hábil combinador de temas, argumentos y personajes, y que acaba reduciendo su ingenio, su inventiva, su arte, a un mecanismo perfectamente previsible, donde la fórmula sustituye a la forma.
Cuando la obra se convierte en producto, cuando la creación se trueca en producción, cuando se estandariza la imaginación en aras de manidas fórmulas comprobadas de éxito comercial, tocan entonces a defunción en materia de innovaciones, y desaparecen de escena los trabajos que renuevan la narratividad, la estética y el lenguaje del medio en cuestión, así como su función social. Los criterios de rentabilidad económica no admiten riesgos.
En resumen: seducción a cualquier precio, trivialización a prueba de inteligencia, triunfo de la calidad intermedia, debilitación de la obra comunicativa artística definida, cepos al relato, y ausencia de novedades.
Plagas, no mortales ni pandémicas, pero que sí amenazan la salud de una cultura mediática que, en su afán desmedido por llegar a ser “competitiva”, se está olvidando de ser “competente”, en el sentido menos combativo del término; es decir, demostrar solvencia en el ejercicio de su labor y por ello ser digno de confianza.
Luis Úrbez
Nota. Dejo al lector la fácil tarea de adivinar cuáles son los productos televisivos que me han llevado a escribir estas líneas.