Releo Daniela Astor y la caja negra, de Marta Sanz. En la novela, Daniela componía un cuaderno de monstruas y centauras, y así titula Marta su nuevo ensayo sobre nuevos lenguajes del feminismo. Las treinta primeras páginas me provocan un tremendo desconcierto, el mismo que mueve a la autora a escribir el libro. Y tengo que parar. A pensar. Me voy al rincón de pensar, que en mi caso consiste en coger el carro de la compra e irme a un mercado muy lejano para tardar mucho en ir y volver y poder pensar. Pensar mucho. Lo de pensar bien, ya es otra cosa.
En una clase de 1º de ESO de mi insti, S. (13 años) lamenta que para trabajar en la caja de un súper haya que tener el bachillerato por lo menos. En la tele dicen que hay más de un millón de licenciados universitarios en riesgo de pobreza. A. (13 años), que no tiene padre ni madre ni perrito que le ladre, es negra como un tizón, goza de una curiosidad brutal y una memoria envidiable, dice que solo aspira a vivir de su madre y de su abuela, y que su tatarabuela tiene 100 años. Pienso para mí que ojalá estas chicas puedan experimentar algún día la brecha laboral: mucho me temo que si trabajan, lo harán en oficios destinados a mujeres, donde no hay posibilidad de quejarse, donde no se conoce la seguridad social, donde jamás pisará inspección alguna. No tendrán referencia de sueldo de varón equiparable al que remitirse. Sí, seguro, varón al que dirigir su queja.
S., A., y otras tantas chicas experimentarán todas las brechas imaginables: mujer, extranjera, salud precaria y pobreza. No sabrán lo que es una estadística aunque las alimentarán. Alguna ex-ministra aprovechará su fragilidad para decir tonterías estadísticas carentes de un análisis humano y propondrá premiar a las escuelas donde hay más rendimiento. Porque sí: también Donald Trump pediría beca de comedor para sus hijos, y esta ministra se la daría.
Pero anden con ojo, porque esta ciudad en veinte años estará sostenida sobre el cuidado (ya lo está: fíjense quién lleva a los ancianos de paseo por la calle) por chicas como S. y como A. Y querremos, además, que coticen a la Seguridad Social y que paguen nuestras pensiones. Y habrá quien las quiera aseaditas, cultivadas, confesadas y comulgadas, a ser posible. Vamos: el acabóse.
A este profesor perplejo le abre las carnes que el mercado laboral dé tan poco y pide tanto, mientras que el sistema educativo vive del revés: da tanto y pide tan poco…
A este profesor perplejo le asusta que los focos del acoso y de la libertad sexual, tan importantes, eclipsen a estas mujeres invisibles, desclasadas, condenadas a la dependencia.
A este profesor perplejo le sobrecogían, de niño, los documentales en los que aparecían aves que alimentaban a una sola cría, dejando que la débil muriese. Cuando empezó a trabajar en la escuela, hace treinta años ya, pensaba que era cosa solo de animales… Le dijeron que evangelizar era llevar a los vulnerables y empobrecidos la palabra hecha carne y se lo creyó (y sigue creyéndolo, pero teme que la especie en extinción ahora es él).
A este profesor perplejo le inquieta que esa diagonal entre los dos fenómenos: exclusión e invisibilidad, deje a muchas de sus alumnas fuera del mundo de las posibilidades. (Así se llamaba, ¿No?)
Pero lo que más teme este profesor perplejo es que sus alumnas estén condenadas a soñar con un mundo en el que sus hijas tengan las mismas oportunidades que los hijos de los demás. Otra vez. Como los sueños de sus abuelas.
Jorge Sanz Barajas– Profesor y escritor