Finalizada la liga de fútbol,
hemos entrado de lleno (lo de lleno tiene mucho que ver con los bolsillos) en
la locura venal y mediática de los fichajes, renovaciones y traspasos. Se ha
abierto el mercado. Y me come la indignación – en realidad sospecho que es
cuestión de cochina envidia – cada vez que leo los sueldos supermillonarios de
un famoso pelotero, las desorbitadas cifras que alcanzan los fichajes de cada
temporada, o las cuantiosas primas que se marcan algunos futbolistas por ganar
un partido. Me sientan fatal esos sacos de dinero extra que se llevan a casa
por el simple hecho de marcar un gol más que el contrario en un partido
importante. ¿Pues no consiste en eso su trabajo por el que habitualmente
cobran, y mucho?
Suele
molestar este comentario a semejantes señores afortunadísimos porque dicen que
no se reconoce así su derecho a sacar tajada de los grandes beneficios que
ellos generan con sus éxitos o con sus goles. Gracias a ellos el club se forra
pasando eliminatorias y se reparten ganancias entre el personal.
Aunque
tengan parte de razón, puestos a sentirse mal, tendrán que reconocer que el
malestar es mucho mayor que el suyo en esa parte de la ciudadanía que, con un
fajo de facturas pendientes en la mano, el alquiler o la hipoteca del piso por
pagar, y recortándose la vida cada final de mes, va una mañana y se entera,
viniendo a los hechos, que Lionel Messi cobra un sueldo de 126 millones brutos
de euros al año, salario que incluye primas y ganancias por publicidad. Si la
calculadora no falla, el futbolista argentino gana 345.205 euros al día, 14.383 euros cada hora,
y 239,72 euros al minuto. En fin, que el salario mínimo interprofesional
mensual, que son 900 euros, se lo gana en menos de tres minutos.
El
baile de números marea. Pero lo que sonroja, más que el montante de ciertos
contratos, transacciones y primas, siendo altísimo, es el esquizofrénico clima
laboral, social y cultural capaz de generar y alimentar tales despropósitos.
Entristece imaginar una sociedad que valora el trabajo profesional bien hecho –
de eso no cabe duda – con diferencias
tan abismales.
Es
de locos que cada gesto y puntapié del famoso salga por un ojo de la cara, y
que meses de investigación pura y dura, de responsabilidades de abrigo, o de
trabajo quebrantahuesos no den ni para pagar la factura del último traje del
famoso. ¿Qué ellos arriesgan mucho en cada una de sus intervenciones y que su
recorrido profesional es más corto? Vayan con la comparanza a la gente del
bisturí, al personal de rescate de la Guardia civil, o a un bombero. Ningún
éxito se improvisa. Pero qué rentabilidad tan desigual sacamos los humanos a un
instante de acierto.
La
culpa es también en buena parte nuestra, de los demás. Hemos sacado de quicio
la trascendencia popular del fútbol. Hemos colocado al balón en el centro preciado de nuestra
cotidianidad. Son nuestros modernos lares. Y la adoración de estos dioses nos
está saliendo carísima, además de llenarnos de vergüenza el alma.
Luis Úrbez