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El hecho extraordinario

En el cuento El procurador de Judea, el escritor francés Anatole France (premio nobel de literatura en 1921) imaginaba el encuentro entre Poncio Pilatos, un anciano ya retirado, con su viejo amigo Elio Lamia, con quien habría coincidido en Palestina cuando aquel era el responsable del emperador en esa provincia. Ambos se reencuentran fortuitamente en Bayas, donde la playa y las termas proporcionaban entonces a los romanos ricos el ambiente terapéutico necesario para el placer y el descanso. Y evocan el tiempo compartido
Pilatos recuerda con arrogancia y resentimiento su experiencia política de aquellos años, recapitulando con detalle diversos episodios de su gestión: los proyectos inconclusos (¡un acueducto para llevar agua pura y abundante a Jerusalén!), fracasados por la obstinada e ignorante oposición de los judíos, a quienes desprecia como fanáticos e intolerantes; la barbarie y absurdas costumbres del pueblo; la represión de los conflictos de orden público; las rivalidades políticas… La única solución para el gobierno de un pueblo así —concluye el antiguo procurador—, imposible de convencer, es la destrucción hasta los cimientos.
Lamia, su amigo, trata en cambio de suavizar el tono encrespado que ha tomado la conversación, evocando desde propia experiencia el carácter bondadoso de la gente que conoció, la sencillez de las costumbres y la lealtad y virtud del pueblo judío hasta el martirio. Y, sobre todo, rememorando los encantos y la voluptuosidad de las mujeres de Judea, que al Lamia joven traían de cabeza, especialmente una bailarina de Jerusalén, a la que seguía a todas partes y que un día desapareció sin dejar rastro. Poco tiempo después —dice— supo que “se había unido a un grupo de hombres y de mujeres apasionados por un joven taumaturgo galileo. Se llamaba Jesús; era de Nazaret, y le crucificaron por no se qué motivo. Poncio, ¿te acuerdas de aquel hombre?”. Cuenta Anatole France que Pilatos frunció el ceño, se llevó la mano a la frente rebuscando en la memoria y balbuceó después de unos segundos de reflexión:
¿Jesús?… ¿Jesús de Nazaret?… No lo recuerdo.
A nuestros ojos puede resultar sorprendente que lo que para nosotros es un hecho tan extraordinario o un acontecimiento tan radical, del que dependería no ya su salvación o su condenación personal, sino la transformación de la historia de la humanidad, desapareciera de la memoria del personaje. Por eso en la historia se ha tendido a ver al procurador de Judea bien como un personaje atormentado o bien como un protagonista involuntario del destino. Pero, de hecho, ahí radica el mérito del relato de France. Puede que lo más ajustado a lo que nosotros llamamos «la realidad» inmediata fuera lo que cuenta el escritor francés. Para Pilatos, el del nazareno no pasaría de ser un caso más, entre los cientos de alborotadores o los muchos condenados a muerte que le toco gestionar. Ya decía Borges que la crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Entonces sería un expediente administrativo más, como otros tantos del montón.
A nosotros también nos sucede algo parecido. No hace falta sufrir ningún tipo de patología o trastorno neurológico para ello. No en vano, nos repetimos cautelosos que lo urgente nos hace olvidar lo más importante, hasta tal punto que ya no somos capaces de distinguir entre lo uno y lo otro. Sabemos que la obsesión por vivir el momento histórico nos impide ver lo auténticamente extraordinario. Y entonces tratamos de acercarnos a la realidad con los ojos del poeta, buscando el sentido en los detalles más insignificantes. Pero el momento se nos sigue escapando. Quién le iba a decir a Pilatos que lo verdaderamente irrepetible —¡la salvación del mundo!— se encontraba encerrado en los burocráticos vaivenes de un sumario corriente, imposible de retener en la memoria. Quién nos diría que seguramente hoy nos pasa lo mismo.
Sugería hace poco en las redes el poeta Jesús Montiel que la verdadera poesía está fuera del poema, a salvo de los poetas. Nosotros a menudo tendemos a conformarnos con lo que sucede en el poema, incluso aunque éste no funcione. Pero un poema que no funciona es, como diría Mary Oliver, «un pájaro que casi vuela». ¿Nos conformaremos con eso? Cuando vuela de verdad, el pájaro resulta inaprensible, inalcanzable, imposible de encerrar en el poema, y puede saltar de entre los legajos y las fórmulas de un expediente burocrático. Y pasa tan rápido delante de nosotros, ensimismados en nuestros propios afanes, que solo deja en nuestra memoria el rastro imperceptible de un aleteo. Y paradójicamente es allí donde se produce el hecho extraordinario; donde brota la gracia.

                                                                                                                            Andrés García Inda

Blog publicado el 7 de abril de 2021
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