El precio

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El precio

Nada es gratis. Lo sabemos, aunque a veces se nos olvide. Todo tiene un coste: ya sea económico, ecológico, personal… De hecho, como dice el refrán, si las cosas valen es porque cuestan, porque suponen o requieren conocimiento, trabajo, esfuerzo, creatividad… Por eso cuando algo resulta muy barato sospechamos de su baja calidad, pensamos si no nos estarán dando gato por liebre, o cuál será finalmente el precio que de otro modo vamos a pagar. Nadie regala duros a cuatro pesetas, se decía antiguamente. Si algo es gratis quiere decir que alguien lo está pagando por nosotros, y que de una u otra forma nos lo van a cobrar. De hecho, por ejemplo, quienes nos gobiernan, lo que pagan lo hacen con recursos ajenos, tratando de convencernos de que lo que hacemos y disfrutamos, valga o no, es gratis (los derechos, los servicios, los proyectos…) y no conllevará ningún coste o sacrificio (¿recuerdan a aquella ministra que afirmaba que el dinero público «no es de nadie»?). Porque como decíamos no todo el precio de lo que conseguimos y de lo que consumimos es estrictamente económico o monetario. A veces lo que tenemos que entregar a cambio es el tiempo, el cuerpo… o incluso el deseo y la conciencia. Como sugiere uno de los aforismos de Carlos Marín-Blázquez, hoy día tal vez resulta demasiado optimista hablar de adormecimiento de las conciencias, cuando lo que acontece es su extirpación. O su venta, podríamos añadir.
Hay realidades, sin embargo —personales, normalmente— por las que en ocasiones merece la pena pagar un alto precio, darlo todo incluso hasta gastar la propia vida. Como en la parábola evangélica del comerciante de perlas que encuentra la perla más preciosa, y que vende todo lo que tiene para poder pagarla (Mt 13, 45-46). Así sucede con el amor o la vida de alguien, con la justicia, o la belleza. Don José Jiménez Lozano lo expresó con la sencillez y profundidad de su poesía: “Matinales neblinas, tardes rojas, / doradas; noches fulgurantes, / y la llama, la nieve; / canto del cuco, aullar de perros, / silente luna, grillos, construcciones de escarcha; / el traqueteo del tren, del carro, niños, / amapolas, acianos, y desnudos / árboles de invierno entre la niebla; / los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura / de los muslos, de un cabello de plata, o de color caoba; / historias y relatos, pinturas, y una talla. / Todo esto hay que pagarlo con la muerte. / Quizás no sea tan caro”. 
Pero hay otras cosas que no valen lo que cuestan, y por las que no merece la pena pagar ni un céntimo, ni malgastar un segundo en ellas. El problema es que a menudo de eso nos damos cuenta demasiado tarde, a toro pasado, cuando ya hemos desperdiciado nuestro tiempo, nuestro dinero, nuestra energía o nuestro prestigio. La experiencia de la historia nos muestra que el precio de la ambición y el poder es la perdida de la libertad y la dignidad; y que cuanto más ilimitada es esa ambición, más profunda es esa pérdida. Y al revés, que el precio de la libertad y de la dignidad es renunciar al poder. Alrededor de éste (sea en su versión política, económica, religiosa, académica…) abundan los corifeos que entregan su dignidad y su conciencia para obtener un poco de reconocimiento, sin saber que serán abandonados cuando ya no sirvan. Por eso ambos, quienes compran y venden en ese tráfico, necesitan además embellecerlo de ideología, para hacerlo meritorio y aceptable a la propia mirada (y a la ajena). Ya decía don Antonio Machado aquello de que todo necio confunde valor y precio.

Andrés García Inda

Blog publicado el 5 de mayo del 2021

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