Hace unas semanas veíamos en la televisión imágenes
increíbles de cientos y miles de personas quemando contenedores, arrancando
adoquines, lanzando piedras, volcando coches… Y fuerzas policiales, militares o
para-militares, reprimiendo la violencia o defendiéndose de ella. Imágenes que
se repiten en otras muchas ciudades: Chile, Bolivia, Hong Kong, Paris, Bolivia,
Ecuador, Nicaragua, Barcelona…
No pretendo hacer un análisis pormenorizado de cada una de las causas de todos estos estallidos. Ciertamente que en cada caso las motivaciones son distintas y que no todas defienden las mismas causas. Hablamos de contextos diferentes y de un sentimiento de injusticia motivado por razones que, a veces, parece que nada tienen que ver unas con otras. Pero, al verlas todas juntas, repetidas estas semanas una y otra vez, me surge la pregunta de si, en el fondo, no estamos asistiendo a la explosión de un hartazgo yo diría que casi universal. ¿No estamos hartos de que lo imposible siga siendo imposible? ¿No será que estamos encerrados en una jaula que quieren decirnos que es de oro, pero de la que no podemos salir?
Hemos creado un sistema económico –la base de nuestro modo posible de vida- que no hace más que crear frustración tras frustración y nos dicen que no es ideología. Buscamos la salida política, y no parece haberla. Tampoco la solución económica, porque no hay más que una. A veces, como un pequeño parche, aparece alguna mente lúcida que pone un remiendo pero que, en realidad, en nada o apenas nada afecta a esta máquina arrolladora del dinero, que mueve los cangilones de esta noria fatal. El dinero de cada uno sí –no podemos vivir de otra manera- pero el dinero de quienes, en definitiva, lo poseen todo y nos hacen bailar al son de sus omnipotentes intereses.
Ellos son los que masacran a las poblaciones indígenas, los que impiden que se apague la hoguera del cambio climático, los que optan por “tierra para mi” y muerte para el campesino, los que determinan que la mejor política es la de la austeridad de las clases medias que, poco a poco, van engrosando las filas de los descartados agrandando la desigualdad. Ellos son los que prefieren la “buena vida” a la “vida buena”, esa que algunos han intentado poner en marcha. Ellos son los que inventan la corrupción de quienes crean esperanza, los que determinan qué economía es la que salva y la que no… Ellos son los que claman “dinero sí, pero derechos civiles no”. Ellos son los que hasta llegan a gritar, pero en provecho propio, eso de “patria o muerte”…
Y, cuando uno siente que ya no hay escapatoria posible, viene la frustración, la del campesino y la del estudiante, la del pensionista y la del ama o amo de casa, la de la niña o niño sin escuela, la del inmigrante condenado a un centro de internamiento y la del refugiado al que se le acaban las prestaciones oficiales, la del simple ciudadano de a pie…
Sí, creo que hay una frustración casi universal, y no sé cómo pararla. Pero sí sé que no tiene la última palabra y habrá que ir a buscarla entre todos, mano con mano, boca con boca, palabra a palabra.
José Luis Saborido Cursach, S.J.