El pasado 30 de octubre se presentó en la Librería Ars de Zaragoza el último libro de la teóloga aragonesa Cristina Inogés, con el sello de la editorial PPC, sobre la presencia femenina en la vida y la obra del monje trapense y escritor Thomas Merton (1915-1968). Merton es uno de los grandes referentes espirituales de nuestro tiempo, cuya capacidad de diálogo y apertura a Dios fue puesta expresamente de relieve por el Papa Francisco, en su discurso ante el Congreso estadounidense en 2015, como una de las grandes aportaciones a la construcción de la ciudadanía (junto a D. Day, A. Lincoln y M. L. King).
El libro lleva por título La sinfonía femenina (incompleta) de Thomas Merton, que inevitablemente evoca la sinfonía en si menor de Franz Schubert, llamada precisamente “la inacabada” o “incompleta” por constar únicamente de dos movimientos. Hay quienes dicen, sin embargo, que la “sinfonía incompleta” es la obra más “acabada”, o la mejor, del compositor austriaco. Y quizás algo de eso también podríamos pensar de Merton: lo más perfecto parece reposar en su radical imperfección. Y el libro de Inogés capta y comunica —“a la perfección”, iba a escribir— esa incomplétude, término que en francés se utiliza para referirse a la insatisfacción de quien siente no haberse realizado de un modo pleno.
Esa manera abierta de acercarse a Merton es posiblemente la única de poder aproximarse en profundidad a alguien tan contradictorio o paradójico como él (él mismo dijo que vivió bajo el signo de Jonás, “dentro del vientre de una paradoja”): alguien que no puede parar de hablar o escribir para ahondar en el silencio, un ermitaño radicalmente sociable, un religioso activo en la contemplación, un innovador apegado a la tradición, ¡un monje que ríe como un novicio!…
Todo en la vida de Merton —o casi todo, diríamos, para ser fieles a esa incompletud— parece inacabado, inconcluso o interrumpido, y más que todo lo femenino y la relación con las mujeres: la relación con su familia y especialmente su madre, su carácter apátrida, sus conflictos en la orden, su relación con M… hasta su accidental forma de morir, casi cómica, temprana, absurda. Y en parte, ahí posiblemente radica la “gracia” del asunto (con mayúscula y sin ella): lo incompleto, precisamente por ser inacabado, no termina nunca. O dicho con otras palabras: el Amor, ahora sí con mayúscula, parece necesitar de esa incompletud para manifestarse. Porque no es el deseo quien provoca la insatisfacción sino al revés, es la insatisfacción la que hace nacer el deseo.
En el bello prólogo que el poeta Julio García Caparrós ha escrito para el libro, éste recoge una cita del propio Merton en la que se subraya el carácter dinámico y libre de la vida espiritual: “El significado de nuestra vida —dice Merton en Amar y vivir— es un secreto que nos tiene que ser revelado con el amor por el ser que amamos. Y si ese amor no es real, el secreto no será encontrado, el significado nunca se revelará por sí mismo, el mensaje nunca será descodificado”.
Al leer esas palabras, recordé de inmediato una expresión del poeta Christian Bobin —a quien Cristina Inogés también ha convocado a menudo en las páginas de su libro. “El amor —escribe Bobin en Le Très-Bas—es pérdida más que plenitud. El amor es la plenitud de lo que falta”. Es decir, es la plenitud de lo incompleto. Se realiza y perfecciona en lo inestable, lo provisional, lo imperfecto. Solo la fragilidad es digna de amor, decía S. Weil. Se gana cuando se pierde.
O como escribía el propio Merton (Oh corazón ardiente. Poemas de amor y disidencia,): “El amor total no llega a cristalizarse / hasta que no es consciente de su fragilidad (…) / el amor triunfa / porque es un mal negocio / y lo pierde todo, / no puede nacer el amor / hasta que los dos amantes / se hayan arruinado” .
Y de la pérdida y la insatisfacción, de la incompletud, puede nacer la oración. Algo así pasa con el libro de Cristina Inogés. Hay libros cerrados, herméticos, que aleccionan, y libros abiertos, que estimulan; hay libros llenos de respuestas y los hay que recogen preguntas; hay libros hechos para ser estudiados y diseccionados, y libros —como este— para ser leídos, saboreados y gustados. Eso es lo propio de los buenos libros: que no sacian la sed, sino que la provocan.
Andrés García Inda