MORTADELO VIVE

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MORTADELO VIVE

Se cumplen este año sesenta de existencia gráfica de la entrañable pareja creada por Francisco Ibáñez para las páginas de Pulgarcito, en 1958. Mortadelo y Filemón iniciaron su andadura por la viñetas del comic como detectives privados de disparatada actividad para convertirse luego, con la modernización, en agentes secretos de la TIA (Técnicas de Investigación Aeroterráquea). Mortadelo, el ayudante, le pisó inmediatamente el papel a Filemón, su jefe, gracias a su extraordinaria facilidad para disfrazarse de cualquier cosa, animal o persona. Igual podía salir de un estanco vestido de Julio César que escapar de un atasco convertido en caracol.  Mortadelo ha sido – y todavía mantiene el tipo – el mejor transformista de nuestra generación.

El Mortadelo de las mil caras es todo un símbolo de la época en la que ha vivido su existencia de papel. Algo así como una imagen de marca de las últimas seis décadas, con su corbata de lazo, el cuello alto almidonado. Su divertida capacidad camaleónica quintaesencia lo más íntimo – que a la vez es lo más superficial – del segundo tramo del siglo veinte y comienzos del veintiuno. El vertiginoso cambio de apariencias, según conviene, del héroe de Pulgarcito es ni más ni menos que la manifestación festiva y loca de un síndrome contemporáneo. Nos pierden las ganas y la necesidad de aparentar otros. Y esto puede ser bueno cuando implica síntomas de cambio, pero es criminal si se trata de dar gato por liebre para despistar al personal.

Los postreros años del pasado milenio, y no digamos nada de la última veintena, han estado plagados de “mortadelos” en la banca, en la política, en los negocios, en los medios de comunicación, en los deportes, hasta en la religión. Por todas partes y a cualquier hora se celebraba, y se celebra, el gran baile de máscaras de la civilización del simulacro.

Son, somos, muchos los que nos pasamos la vida ocultos tras un disfraz. A las primeras de cambio nos hemos colocado una caroca  que no nos pertenecía para dar el pego. Y a engañar a cuatro bandas. Travestido de honradez, de fidelidad, de guapura o de inteligencia, hemos intentado trepar a los primeros puestos del escalafón con el aplauso cómplice, o envidioso,  del resto de coetáneos que ahora esperan mientras les están haciendo el capuchón. Tan apenas se libra nadie.

Triste carnaval de mojigangas y encubiertos el de esta humanidad nuestra que se pirra por aparentar lo que no es. Y así nos va. A unos mejor hasta que los pillan, y a otros peor, continuamente peor, porque no los descubren, y acaban devorados por su propio embozo, “mortadelos” para siempre.

Luis Úrbez Castellano

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