Todos podemos ser capaces de hacer el mal, porque somos nacidos del barro de la tierra. Pero, de igual modo, todos nos podemos restaurar, porque nunca perdemos el valor de ser humanos. Nadie pierde nunca su calidad de hermano, porque todos somos hijos e hijas de Dios, que nos ha creado creadores. Dios no espera que seamos buenos para restaurarnos, Él nos llama a una restauración total entregándose por nuestros delitos. Dios nos transforma con su perdón y espera, que, reconociendo el daño hecho, lo pidamos. Dios nos transforma entregándose, no al revés. “Donde proliferó el delito, lo desbordó la gracia” (Rom 5,20)
Cualquier descripción de la humana fragilidad debe tener en cuenta que somos seres humanos, vinculados a una condición natural, pero también seres culturales, sometidos a una influencia predominantemente social, o por mejor decir, cultural. Somos cultura en todo y por todo, es decir: un compuesto de valores e identidad. Somos seres de cultura: un diseño muy limitado de significados compartidos que hemos ido aprendiendo desde la infancia.
Como criaturas carentes, necesitamos de la asistencia ajena desde el comienzo de nuestra vida. Necesitamos cuidados, afecto, caricias, nutrición, y apaciguamiento en nuestros temores y ansiedades. Los otros, nuestros parientes cercanos, nuestros cuidadores, nos aportan la experiencia de ser asistidos, protegidos, liberados de la indigencia natural de la que no podríamos salir sin dicha asistencia de los otros.
Ello conlleva vínculos muy estrechos que nos van constituyendo como una trama para nuestra identidad, pero también, en contextos de inseguridad o desprotección, van generando en nuestra interioridad experiencias de soledad o de hostilidad hacia los otros, heridas afectivas, que pueden surgir de sentimientos de desamparo o de ser presionados indebidamente hacia premios o castigos que no nos dan la estabilidad emocional necesaria para crecer armónicamente, e ir consolidando una identidad sólida.
En nuestra situación de “narcisismo cultural” dichas heridas afectivas pueden derivar en una sensación más o menos difusa de “vacío” afectivo, en una espiral de ansiedad e “insoportable levedad” que nos va conduciendo cada vez más, a un círculo vicioso de insatisfacción y búsqueda de gratificaciones inmediatas que nos hace caer en un vaivén emocional, buscando a ciegas, una salida imposible de superación existencial.
Dicha salida exige dilucidar un proceso hacia la restauración, porque del vacío afectivo es muy fácil pasar a una imagen negativa de uno mismo. Es decir: a un concepto de sí mismo dañado, o al menos, muy debilitado. La identidad en nuestros contextos de fragilidad emocional se devalúa hacia un yo frágil y escindido: por un lado, nos sentimos a veces los mejores en una afirmación ilusoria de lo que somos y, al momento siguiente, se produce una implosión del globo de ese yo amplificado, que, por una extrema sensibilidad, nos lanza a lo más bajo y nos hace gustar la impotencia de nuestra propia condición.
Sólo en contextos muy cohesivos y empáticos, podemos iniciar una moderada restauración de la propia imagen, en la que se nos pueda ayudar a reforzar la propia confianza y se nos acompañe a buscar una imagen menos distorsionada y más cabal de lo que somos. Lo nefasto es que dicho desarrollo se tenga que dar en contextos agresivos, e incluso violentos, tan propios, por desgracia, de nuestros climas de convivencia familiar, amistosa o social.
En resumen: la fragilidad humana se puede restaurar, pero no sin trabajo serio y, en muchos casos, situando a la persona fracturada en contextos de empatía y confianza, en donde pueda volver a contemplarse en una dinámica de prueba y error, que le irá indicando el mejor camino a seguir. La mera represión de identidades quebradas y culpabilizadas no provoca, en ningún caso, cambios estables en el fortalecimiento de un yo tan dañado y necesitado de una gran restauración.
Xavier Quinzà Lleó, SJ